¿La interpretación es una especie de interés en el protocolo? Lo hablamos con Juan Carlos Baglietto, algo así como un epítome de la interpretación rockera. Parece mucho, pero en realidad no lo es: el rock no necesitó nunca a una Mercedes Sosa. Esto también fue tema de conversación con Silvina Garré, otra exponente de aquella trova rosarina que conocimos con el disco de piezas célebres como Era en abril o Mirta, de regreso.
Le recordamos que Vargas Llosa, no sin cierto desgano, revisó la condición del intérprete hablando de una suerte de «traductor». Gente capaz de encontrar equivalencias de palabras, que no sería lo mismo que comprender contenidos. Se lo dijimos a Silvina porque su talento siempre estuvo en la voz. ¿Los intérpretes, Silvina, no son un poco como loros? «¡Noooo! Un buen intérprete puede revelar cosas de canciones que el propio autor no ha hecho».
-Hablando de voces, Juan, ¿cuándo te diste cuenta de que el rock era más de cantautores que de intérpretes?
-Siempre hubo un prejuicio de que si no componés tus canciones, no podés pertenecer a un grupo de artistas que se autoproclaman dueños del rock. Y yo no he sido el más compositor de todos. He compuesto algunas cosas, pero hice un laburo muy consciente para desarrollar mi faceta interpretativa. Creo que eso es todo un oficio paralelo. Es como, voy a decir una barbaridad: Emerson Fittipaldi no sé si tenía idea de cómo se había armado el motor del auto que manejaba, pero era un capo manejándolo. Yo creo que las cosas se pueden armar en equipo. Hay muchísimos buenos autores que cantan sus canciones, y eso va en desmedro de las obras que generan. Y viceversa. No sé –se queda pensando 12 segundos-, en un época yo estaba muy preocupado por pertenecer, por ser aceptado….
-En la serie de Fito Páez hay una escena donde el personaje que hace de Charly García los ve tocando pro televisión y dice algo así como: «No me interesa el hippie que canta, me interesa el del teclado que está atrás», en referencia a Páez. García desarmó un montón de bandas, ¿no es cierto?
-Uhhhh, mirá, yo no soy un superado ni mucho menos. La partida de Fito y la disolución de ese grupo me impactó. Por supuesto que me impactó. Pero era tan cantado que iba a suceder… Nosotros éramos, con la trova, un grupo conformado por solistas. Cada uno tenía cosas para dar por sí mismo. Ellos no eran un séquito de satélites míos. Y un día Fito se me acercó. Me acuerdo perfectamente. Estábamos en el Teatro Astral por un ciclo de siete conciertos. En la platea estábamos. Fito se acerca y me dice: «Che, sabés que me llamó Charly para tocar con él. ¿Qué decís vos?». Y yo le dije que aprovechara: «¡Ya! ¡Tomatela! Ya sé que no estás viniendo a pedir permiso, sino que me lo estás avisando. ¡Volá!, ¡Dale! ¡Ya!».
-Fuiste un poco más macanudo que Miguel Abuelo. Parece que cuando Charly empezó a desarmarle a Los Abuelos de la Nada, él le pegó una piña que quedó inmortalizada en una canción de Andrés Calamaro: «Y tenía buena piña Miguel».
-Jajajá, Miguel Abuelo era bravo, pero bueno, uno no es dueño de las personas, no se es dueño de las voluntades de la gente…
Punto y aparte. Aquí el padre aparece como lo inverso a la encarnación de la figura autoritaria y fundadora. Juan Carlos Baglietto ni siquiera reina desde su sillón. Golpea con la mano uno de los almohadones y con ese gesto invita a los hijos a que compartan tiempo y espacio. Familiero como buen rockero nacional. Entonces aparecen Julián y Joaquín. Se ve que Baglietto no les trasladó su nombre, pero sí sus iniciales.
Hermoso lugar donde nos reciben. La propiedad ubicada en el barrio de La Paternal es inmensa y salvo por una parte ubicada en la planta alta, hasta parece un poco en desuso. Acá funcionaba la empresa de luz y sonido de los Baglietto. ¿Funcionaba? “Se va desarmando de a poco, sip”, cuentan los hijos.
Un estudio aterciopelado
Arriba, el estudio es una cueva aterciopelada apta para sensibilidades: luces bajas y cálidas. Lali Espósito no pudo ser indiferente a los que estamos describiendo. “Conoció el lugar y le gustó tanto que empezó a grabar acá su nuevo álbum”.
Nos lo cuenta Joaquín Baglietto, que hizo de su papá en la serie de Fito y ahora lleva puestos unos jardineros idénticos a los de Juan en la época del disco Tiempos difíciles. Los tres juntos, papá e hijos, formarán parte de El Principito, una obra de teatro que se hizo con Baglietto hace más de 20 años y ahora vuelve en modo clan familiar. La nueva versión del musical llegará a la calle Corrientes desde el sábado 15 de junio, en el Teatro Opera.
Joaquín actúa, Juan hace de Antoine de Saint-Exupéry, el aviador que también fue escritor y poeta, y Julián, que tocó durante años con su padre y Lito Vitale, estará a cargo de la música. Además actúan Walas, cantante de Massacre, Flor Otero, Carlos March, Roberto Catarineu y será el debut de Luis Rodríguez Echeverría en el papel de El Principito.
-¿Cómo es trabajar en familia?
Joaquín: Quiero creer que son más los pro que los contra…
Juan: ¡¿Cómo quiero creer?! ¿No lo sabés todavía?
-¿Y a nivel carrera? ¿Cómo se llevan con la larga sombra del padre?
Juan: Dejame decirte que ellos no laburan de hijos, eh. Ellos tienen un carácter propio. Obvio que inevitablemente, en algún lugar de su genealogía, está metido el germen de lo que yo soy, de lo que pude haberles inculcado sin querer. Pero ellos son músicos por elección…
A Julián, «el bichito de la música» le pegó de muy chico. «Primero fue la batería y más tarde, el canto. No es fácil cantar siendo el hijo de. A veces uno imagina que están esperando que cantes igual o mejor y salir de esa comparación, para mí, fue difícil».
-Juan, tengo esta curiosidad: tuviste un negocio de luces y sonido, ahora estás montando una obra de teatro y me dijeron que diseñás museos deportivos. ¿Cuándo supiste que no ibas a poder vivir exclusivamente de la música?
-No fue un plan, en algún momento me di cuenta de que podía ser un recurso extra. Terminé la secundaria en Rosario y quería estudiar Escenografía. Por aquel entonces yo laburaba en una empresa que reparaba parlantes de boliches y además animaba fiestas infantiles. Para estudiar Escenografía me tenía que ir a La Plata porque en Rosario no había dónde estudiar eso, así que preferí meterme en la carrera de Arquitectura. Seis años estuve en Arquitectura con tanta suerte, o desgracia, que la facultad quedaba pared de por medio con el Instituto Superior de Música de Rosario. Tenía amigos a un lado y otro del tapial. Haciéndola corta, me decidí por la música, sin saber que eso me iba a dar algún medio para sobrevivir.
-¿No estudiaste canto?
-Estudié canto reiteradas veces con profesores que pretendían que yo fuera cantante lírico. Eso a mí no me interesaba, así que no lograron engancharme y me fui metiendo con cosas de arquitectura: empecé a empujar el lápiz y así me compré mi primera guitarra eléctrica. De esa manera arrancó mi pasión bilateral. El sonido y las luces me vienen por otro lado. Yo iba a los llamados asaltos con latas de aceite que había armado. Las pintaba de negro, les ponía lamparita adentro y en las fiestas me la pasaba apretando timbres.
-«El Principito» ya lo habías hecho hace más de 20 años. Imagino que en ese entonces, y quizás ahora también, pudo ser una rareza para la gente que estaba esperando algo nuevo de Baglietto…
-Yo también necesitaba algo nuevo para Baglietto. Te hablo del año 2000, 2001. Linda época jajaja. Igual que ahora… Necesitaba algo que me contuviera y El Principito fue eso, fue una gran contención. Mi primera experiencia laboral de ese tipo, aunque yo ya había animado un montón de fiestas infantiles…
-Una duda histórica y listo, Juan: ¿el preso que vuelve a casa en «Mirta, de regreso» era un preso político?
-Naaaa, era un chorro común y silvestre.